sábado, 26 de febrero de 2011

"Déjame que descanse un rato al sol, déjame vivir con alegría..."

Pasa por tu cabeza un recuerdo, "flash", de la infancia, de una parte que para ti significa algo y de forma incomprensible, eso se convierte en un pretexto, una excusa con la que poder llorar, por impotencia.
Llorar, llorar como si el mañana no existiera, ni fuera a existir nunca más.
Los papos se calientan, los labios se tensan, los ojos se ponen rojos y cuando te das cuenta, tu cara se encuentra llena de lágrimas, lagrimones de cocodrilo.
Y sin saber el significado real, seguramente sea enorme, pero materialmente se reduce a una raqueta, o más concretamente a tres (la primera, la primera -y única- que rompí, que fue la segunda que use, que me regaló Pepita, -jo, Pepita, qué será de Pepita-, y la que usó mi madre, mientras yo estaba en su tripita).
Moralmente, o el significado intangible, viene a ser todo lo que reprimes, lo que en algún momento tiene que salir, porque no se puede mantener, no es bueno, ni para ti, ni para nadie cercano, o por lo menos, para nadie a quien aprecies; también, lo que tuviste, lo que tuviste y sabes que nunca más vas a poder tener hace que tus ojos se pongan rojos.


Tenía que haber madrugado, haber aprovechado la mañana, haber vuelto a bajar a la playa, mojar los pies, y tal vez, por casualidad, encontrar a alguien, que te emocionara (para no perder la costumbre de los sábados, de los sábados pies mojados, salitre y arena dura), pese a que no sepas socializar y tampoco quieras aprender.


Ahora, es cuando me viene a la mente, una especie de diálogo, que venía a decir algo así como, al final, cuando termina la vida, el balance consiste en dos cosas, lo que has vivido, y lo que quisiste vivir pero no pudiste, todo te lo llevas.

*(Desde el sábado pasado, me parece una cosa muy curiosa eso de la reencarnación).

Me encanta, cuando leo algo, y al tiempo, puedo recordar más o menos las palabras precisas, también me encanta pensar que tengo memoria fotográfica; recordar la asignatura de ciencias naturales, y de aquel examen, en el que preguntaron todo lo que yo sabía, y cómo, en mi diminuta memoria, lo que había estudiado, se formaba exáctamente en los mismos colores y formas en las que se encontraban en el libro, posiblemente, ese fuera uno de los días más satisfactorios de mi infancia; o, por lo menos, de los pocos que recuerdo (asombrosa facilidad, para olvidar cosas importantes y recordar estupideces, maldita seas -menos mal, que de manera puntual, algo sí que retengo-).

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